sábado, 18 de septiembre de 2010

En casa.

Pase, mucho tiempo, en mi casa. Pues sí, reconocí el lugar como mi casa, mi aposento, mi sobrina, mi ama. Me visitaron un día, el barbero y el cura, con quienes discutí y dialogue sobre muchísimas materias. Habló, el cura, sobre como toda la cristiandad estaba puesta sobre la armada que bajaba el Turco. Advertí, pertinentemente, al Rey sobre la prevención que debía tener, para que no le hallare el enemigo desapercibido.

Pregunto el barbero, cual era aquella prevención, juraron los dos completa discreción sobre lo que yo dijese. Se debían de llamar y juntar a todos los caballeros andantes que anduvieren sueltos por España. Caballero andante he de morir, baje o suba el Turco cuando él quisiere!

En esto, el barbero pidió licencia para contar un cuento breve que sucedió en Sevilla. Dimos licencia al barbero y contó lo que quería. Se trató de un loco, que vivía en una casa de locos en Sevilla. Este señor licenciado, iba a ser sacado de aquel lugar, por intervención del obispo, pues por medio de una carta, el licenciado había convencido al obispo de estar cuerdo. El capellán mandado por el obispo, llevo al licenciado a despedirse de sus compañeros de la casa de locos. Uno de ellos, diciendo que era Júpiter Tonante, negó que ese licenciado pudiese estar cuerdo y lo amenazó, con dejar de mandar la lluvia por tres años si se cometía esa injusticia de dejarlo salir. El licenciado respondiendo que él como el padre, Neptuno, y dios de las aguas, mandaría la lluvia que se le antojase. Con todo eso el capellán, dio por loco al licenciado y lo dejo ahí.

Demostré mis valiosas razones al barbero, para afirmar la necesidad de los caballeros andantes que ayuden a los menesterosos. Nombré a algunos de los grandes caballeros andantes que no son Neptuno sino la luz y gloria de la caballería! Porque todos cuantos caballeros puedo nombrar, fueron reales y gloriosos. Pruebas hay, de los gigantes con quienes luchaban los caballeros, que realmente eran gigantes. El cura preguntó sobre ciertos caballeros y sobre la señora Angélica la Bella, de los cuales di la reseña pertinente.

En esto, escuchamos grandes voces en el patio y acudimos todos al ruido.

La desventura sucedida después de la historia del cabrero.

Contó el cabrero sobre la desventura suya y de su compañero, Anselmo. Ellos fueron rivales en la solicitud de una hermosísima mujer, que vivía en una aldea cerca del valle donde estábamos. Sucedió que esta preciosa joven, se enamoró de un tal Vicente de la Roca, militar italiano, que visitó la aldea. Con tantos hombres esperando ser escogidos por Leandra y por su padre, ella se fue con Vicente. Pero sucedió, entonces que ese malévolo militar, le robó y la dejo abandonada en una cueva. Cuando la encontraron, su padre la mando a un monasterio de una villa cercana, esperando que el tiempo gaste la mala opinión, que sobre su hija, se puso.

Dije al cabrero, que trataría de sacar a Leandra de ese monasterio, para que pudiese culminar con esa historia. Me presentó un fantasma con el cabrero. Pero ha de atreverse ese bellaco a insultarme de tal manera que no tuve otra manera, que arremeter contra el cabrero. Socorrió a la disputa, mi escudero. Arremetían cobardemente contra mí, y se dispersaba mi sangre en tanta cantidad como puñados me llovían.

Sonó, entonces, una trompeta. Pedí una tregua al cabrero, pues era seguro que esa era una llamaba a alguna misión caballeresca. Venían bajando unos malandrines, que llevaban a una cautiva doncella. Arremetí contra ellos, haciendo cumplir mis órdenes caballerescas. Di las razones pertinentes a uno de los follones. Uno de esos villanos, me dio una cuchillada, que me hizo caer de Rocinante. Quedé tendido en el suelo. Pedí a Sancho que me llevara de vuelta a la jaula encantada.

Así lo hicieron y proseguimos el camino. Al cabo de seis días, llegamos a la aldea. Me atendieron dos señoras, y me tendieron desnudo en un lecho. No podía reconocer, todavía, el lugar donde estaba.

Donde prosigo con la ventura sucedida durante el encantamento.

Hablaban delante de la jaula, los bellacos fantasmas con el canónigo, diciéndole quién sabe qué bellaquerías, pues me era imposible escuchar con claridad su conversación. Al fin de escuchar los murmullos del par de fantasmas encantados y el Canónigo; llego se Sancho a decirme que tales fantasmas no eran más que el Cura y el Barbero de nuestro lugar. Ante esa impertinencia de Sancho, le explique sobre como los encantadores tomaban los rostros de otras personas para hacerse pasar por ellas y no por quien realmente son. Siguió insistiendo Sancho, preguntándome si en mi jaula me habían dado ganas de hacer aguas mayores o menores. Caí en cuenta de la razón que Sancho tenía. Pero había posibilidad que los encantamentos hubiesen cambiado. Y así, iba yo encantado de cualquier manera. Me pidió Sancho que tratásemos de salir de aquel encantamento. Le apoye, pues sabía que no iba a servir de nada.

Di mi palabra, para que me soltaran, porque de todas maneras era un encantamento. Feliz salí de la jaula, salude a Rocinante.

Me dijo el canónigo, tantas razones absurdas, sobre la maravillosa caballería, echando a polvo y mentira todas las verdades caballerescas que se dicen en tan apreciados libros de caballerías. Negando todos los caballeros andantes que han existido. Respondí con la mismísima verdad sobre todas aquellas blasfemias que aquel pobre encantado acababa de decir. Me dio, entonces, la razón, el canónigo, aunque no muy certero. Y con la misma insolencia, siguió insultando, los libros de caballerías. Con licencia de reyes y aprobación de todos, no podían ser esos libros farsas. Con una descriptiva demostración, hable al blasfemo encantado sobre la fe y la honra que las órdenes de la caballería involucran.

Conté al Canónigo, de mi deseo de darle un condado a mi escudero. Llegaron los otros y nos sentamos a comer a la sombra de unos árboles.

De pronto, se escuchó un estruendo entre las malezas, de ahí salió una hermosa cabra, tras ella, venía el cabrero dándole voces para que se detuviese. Acercándose, se detuvo la cabra. El Canónigo tranquilizo al cabrero y lo invito a comer. Entre la conversación al comer, el cabrero se ofreció a contarnos una verdad que tenía.

Con ese no se qué de aventura de caballería, acepté escuchar aquel cuento que el cabrero se disponía a contar. Sancho dio sus verdaderas razones de escudero y se fue a comer cerca de un arroyo.