sábado, 18 de septiembre de 2010

Donde prosigo con la ventura sucedida durante el encantamento.

Hablaban delante de la jaula, los bellacos fantasmas con el canónigo, diciéndole quién sabe qué bellaquerías, pues me era imposible escuchar con claridad su conversación. Al fin de escuchar los murmullos del par de fantasmas encantados y el Canónigo; llego se Sancho a decirme que tales fantasmas no eran más que el Cura y el Barbero de nuestro lugar. Ante esa impertinencia de Sancho, le explique sobre como los encantadores tomaban los rostros de otras personas para hacerse pasar por ellas y no por quien realmente son. Siguió insistiendo Sancho, preguntándome si en mi jaula me habían dado ganas de hacer aguas mayores o menores. Caí en cuenta de la razón que Sancho tenía. Pero había posibilidad que los encantamentos hubiesen cambiado. Y así, iba yo encantado de cualquier manera. Me pidió Sancho que tratásemos de salir de aquel encantamento. Le apoye, pues sabía que no iba a servir de nada.

Di mi palabra, para que me soltaran, porque de todas maneras era un encantamento. Feliz salí de la jaula, salude a Rocinante.

Me dijo el canónigo, tantas razones absurdas, sobre la maravillosa caballería, echando a polvo y mentira todas las verdades caballerescas que se dicen en tan apreciados libros de caballerías. Negando todos los caballeros andantes que han existido. Respondí con la mismísima verdad sobre todas aquellas blasfemias que aquel pobre encantado acababa de decir. Me dio, entonces, la razón, el canónigo, aunque no muy certero. Y con la misma insolencia, siguió insultando, los libros de caballerías. Con licencia de reyes y aprobación de todos, no podían ser esos libros farsas. Con una descriptiva demostración, hable al blasfemo encantado sobre la fe y la honra que las órdenes de la caballería involucran.

Conté al Canónigo, de mi deseo de darle un condado a mi escudero. Llegaron los otros y nos sentamos a comer a la sombra de unos árboles.

De pronto, se escuchó un estruendo entre las malezas, de ahí salió una hermosa cabra, tras ella, venía el cabrero dándole voces para que se detuviese. Acercándose, se detuvo la cabra. El Canónigo tranquilizo al cabrero y lo invito a comer. Entre la conversación al comer, el cabrero se ofreció a contarnos una verdad que tenía.

Con ese no se qué de aventura de caballería, acepté escuchar aquel cuento que el cabrero se disponía a contar. Sancho dio sus verdaderas razones de escudero y se fue a comer cerca de un arroyo.

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