sábado, 29 de octubre de 2011

Que trata de lo que verá el que lo leyere, o lo oirá el que lo escuchase leer.

En el patio, se levantaba un túmulo, y se mostraba un cuerpo muerto de una tan hermosa doncella, que hacía parecer con su hermosura a la misma muerte. Entraron el Duque y la Duquesa, nos sentamos en dos sillas que al lado habían. Reconocí que la doncella sobre el túmulo, era la hermosa Altisidora. No había más explicación que los malandrines encantadores. En eso entraron seis dueñas en procesión para cumplir el desencantamento que la doncella tenía por cumplido si Sancho se dejaba. Tranquilicé a Sancho. Altisidora salió del encatamento al poco tiempo, fue cuando le pedí a mi escudero que por obligación se diera los azotes para desencantar a mi Dulcinea. Pero en esto los duques y los reyes Minos y Radamanto y todos juntos fuimos a recibir a Altisidora.
Dormimos esa en el aposento, entre conversaciones de encantadores con Altisidora, los duques y Sancho. Pedí licencia para partir ese mismo día, pues a los vencidos caballeros, como yo, más convenía habitar en zahúrda que no en reales palacios.
En el camino le ofrecí a Sancho el pago por los azotes para desencantar a mi Dulcinea. A lo cual dichosamente accedió mi bendito escudero y dijo que iba a cumplir esa misma noche. Me parecía que las ruedas del carro de Apolo se habían quebrado y que el día se alargaba más de lo acostumbrado. Así ocurrieron los azotes por el doble de precio. Aclarando la falsedad de la segunda parte de Don Quijote con don Álvaro Tarfe, proseguimos hasta encontrarnos con nuestra aldea.





Abracé al Cura y al Bachiller. Fuimos a casa, encontramos a mi Sobrina y Ama. Abrazó Sancho a su hija Sanchica. Conté al Cura que ahora sería el pastor Quijotiz y Sancho el pastor Pancino. Me recosté y comí. Se me arraigó una calentura que me mantuvo por seis días en cama. Un médico me visitó, pedí que me dejaran solo y así descansar.
¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! Recobre el juicio, libre y claro, sin las sombras de los detestables libros de las caballerías. En este momento me sientea punto de muerte y me pesa que el desengaño haya llegado tarde. Mandé a llamar a mis bue   nos amigos: el Cura, al bachiller Sansón y maese Nicolás Barbero para confesarme y hacer mi testamento. Pedí a los señores llamarme por mi verdadero nombre: Alonso Quijano el Bueno. Me disculpé de todo corazón con Sancho a quién por locura hice mi escudero, en mi testamento, dejé mi hacienda a Antonia Quijana mi Sobrina, que el salario que le debía se le diese a mi Ama. Mis albaceas al señor Cura y a Carrasco. Que mi sobrina se casase con alguien que no conociera de libros de caballerías y en caso de que aún si lo supiese lo hiciere, perdiera todo lo que le he mandado. Pedí que me disculparan con el autor del libro de las hazañas de Quijote, por haber causado tantos disparates juntos para ser escritos. Y lo más importante: que escribieran este final en tan encariñado diario mío, tal y como yo lo dictaba, pues en mis condiciones me era difícil.

Acontecimientos decisivos en Barcelona.

Apareció ante nosotros en grandioso, místico y famosísimo mar. Antonio Moreno, como se nos presentó, y dijo ser amigo de Roque Guinart, nos invitó a pasar unos día en su casa. En la estadía, salimos para conocer la ciudad, y por supuesto la gente me conocía por mi fama caballeresca. No escrito esto por vanidad sino por importante detalle a mis aventuras. Tras una noche muy movida, regresé a mi cama para descansar. Nos ensenó don Antonio el arbusto que respondía preguntas, y así lo hizo con Sancho. Visité una imprenta y me di cuenta de que estaban “corrigiendo” el libro de Avellaneda, pero igualmente era completamente falso. También visitamos las galeras y estuvimos presentes viendo la situación de los galeotes. Un día paseaba armado, por la playa, cuando me encontré a un hombre que se hacía llamar el Caballero de la Blanca Luna, quien ingenuamente me reto para que aceptara que Dulcinea no era la dama más hermosa de todas. A pesar de todo, fui vencido y me vi obligado a cumplir mi palabra. Me debía de retirar de la caballería por un año pero nunca acepte tal infamia de que mi amada no fuera la más bella del universo.
Camino a la salida de Barcelona, donde me encontré otra vez, con Troya! ¡Ahí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias, ahí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; ahí se oscurecieron mis hazañas; ahí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse! Aunque filósofas maneras uso Sancho para levantar mi ánimo, seguí mi camino a nuestra tierra para tener el año noviciado, con cuyo encerramiento cobraremos virtud nueva para volver al nunca de mí olvidado ejercicio de las armas. Sancho, con mucha razón sugirió dejáramos mis armas en algún árbol, en el cuál grabamos lo siguiente:
Nadie las mueva
que estar no pueda
con Roldán a prueba.
Encontramos de camino a Tocilos, quien nos informó de todo lo acontecido en el castillo. Ha de ocurrírsele a mi mente, convertirse en pastor durante el año alejado de mi acciones como caballero ordenado. De tal manera nos dedicamos a proponer nombres para nuestras familias y amigos. Como pastor Sansonino al bachiller Carrasco y pastor Curiambro al Cura.
Conversábamos Sancho y yo, en una noche, pues ambos teníamos el sueño partido. En esas estábamos cuando sentimos un sordo estruendo y un áspero ruido que por todos aquellos valles se extendía. Se trataba de unos hombres que llevaba a vender a una feria más de seiscientos puercos. Atropellándonos, pasaron atrevidamente.
A la mañana siguiente, de vuelta al camino, diez hombres a caballo nos obligaron a seguirlos. Entramos al patio principal del castillo.

Camino a Barcelona.


Retornando a las conversaciones entre Sancho y mí persona, hablamos de lo que a uno y a otro le había acontecido. Encontramos algo tapado con sábanas, junto a unos labradores que descansaban en el campo. Me dijeron que eran imágenes de santos caballeros que llevaban a una iglesia. Con gran demostración de sabiduría pude contar la historia de cada uno de ellos. Sin más atraso proseguimos, aunque arrollados por una vacada que nos topamos. 
El pensamiento de Dulcinea rondaba mi cabeza desde el castillo, le pedí a Sancho que se azotara para poder desencantar a mi dama, además de mi negación por comer. Cuando llegamos a una venta, unos caballeros hablaban de que la segunda parte del Quijote ya se había publicado y de ese libro leían. Me presenté y me invitaron a cenar. El libro hablaba mentiras de mí de mis aventuras. Tal falso libro ya había sido publicado en Zaragoza, razón por la cual decidí cancelar nuestro viaje hacia allá.
Decidimos en cambio dirigirnos hacia Barcelona, la señal de que estábamos cerca, fueron árboles llenos de bandoleros ahorcados, pues así era la justicia allá. Intenté azotar a Sancho por mis medios, para lograr desencantar a mi Dulcinea, pero todo culminó en que él decidiría cuándo y cómo azotarse.
En esto amanecía, cuando más de cuarenta bandoleros vivos nos rodearon. Su jefe se hacía llamar Roque Guinart, de quién su fama hablaba por sí sola. Interrumpió nuestra conversación Claudia Jerónima, dama que se presentó como hija de un amigo de Roque. Tal historia contó la mujer que Roque acató a seguirla y dejarnos libres.

Despedida del castillo.

Tras escuchar la historia de la dueña Rodríguez y para terminar con la vida ociosa, me decidí a buscar y hacer pagar al labrador que había burlado a la hija de la dueña. Pero el duque me convenció que él le daría tal recado al labrador y en el castillo, se convocaría a la batalla. Era el momento para regresar a mi fiel acompañante y protectora: la armadura.
Salí un día en la mañana a ensayar, con Rocinante. Miré que había una hondura y de ahí salían grandes voces pidiendo auxilio. Me pareció que era la voz de Sancho Panza, de quien quedé suspenso y asombrado, pues debía ser muerto y su alma penante me hablaba. Le ordené me dijera quien era, como católico cristiano. Para sorpresa era sin duda alguna, mi escudero con su jumento que por causas que, me dijo, ocupaba más tiempo para contar, habían caído de noche en la sima. De inmediato fui al castillo para avisar y socorrer al desdichado Panza.
El plazo para el combate se terminó y la batalla por la honra de la hija de doña Rodríguez. Si ganaba la digna victoria, el labrador se casaría con ella y si me venciese, quedaría libre. Pero la batalla no fue necesaria pues el labrador decidió darse por vencido para casarse con la hija de doña Rodríguez. Pero quitándose la celada, doña Rodríguez y su hija, dieron gritas pues decían que ese no era más que un lacayo Tosilos del Duque. Desgraciadísimos encantadores que siempre ha de aparecer para tornar todo al revés!
Ya llegó el día en que pedí permiso al duque y duquesa para retirarme con mi escudero de su castillo. Salimos, después del romance que Altisidora me dedicó, camino a Zaragoza.

De algunos acontecimientos en la casa de los duques.

Para seguir con aquella tragedia, las inquietudes no me dejaron dormir. En la mañana, me alisté y salí a la antesala, donde el Duque y la Duquesa estaban como esperándome. Y al pasar por la galería, Altisidora, la doncella enamorada, se desmayó ante mí. Arreglamos que fuera puesto un laúd en mi aposento para poderla consolar.
En esas estábamos, cuando de improviso: descolgaron un cordel de cien cencerros y cantidad de gatos. “¡Afuera, malignos encantadores!” gritaba aunque ya me preparaba para darle batalla al demonio gato que me atacaba, el duque lo echó. Tendido en mi lecho, agradeciendo a los Duques la merced, por tener la intención de socorrerme, sin que fuera necesario, claro esta. Ahí quedé por cinco días. Con estas y otras extrañísimas aventuras, que no quiero entrar en detalle. Por ejemplo con doña Rodríguez, su historia y los encantadores que pellizcaban. Así seguí mi estadía con los duques.
Llegó el tiempo en que quería comunicarme y aconsejar a Sancho. Para lo cual escribí una carta en la que le recordaba que por la autoridad del oficio era necesario ir contra la humildad del corazón; porque el buen adorno de la persona que esta puesta en graves cargos ha de ser conforme a lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condición inclina. Como también que se vistiera bien, tal y como su oficio lo requiere. Ser bien criado con todos y procurar la abundancia de los mantenimientos. Ser padre de las virtudes y padrastro de los vicios. Todo esto incluía la carta, además del aviso que yo pretendía dejar la vida ociosa en que estaba pues no nací para ella.
De igual forma, me llegó la respuesta del Gobernador de la ínsula Barataria.

De la extraña aventura que en el castillo me sucedió.

Así fue Sancho a su ínsula. No puedo negar que su ausencia me entristecía, aunque no era esa la causa principal; sentía melancolía. No quería que las doncellas del palacio me siguieran atendiendo como si fuese rey o imposibilitado.  Nos dirigimos a cenar, como era voluntad de la duquesa. Y dirigiéndome a mi aposento, sin haber consentido la entrada de nadie, me encontré con una desgracia! Mis medias, las cuales creí que eran de seda verde y onza de plata, estaban destrozadas con docenas de puntos. Oh desagradecida pobreza que maldices al bien nacido que da pasos de honra! Me consolé con las botas que Sancho me había dejado y que pensaba ponerme el otro día. Y así me recosté pensativo y aquí estoy escribiendo de mi desgracia y de la falta que Sancho me hace.
Parecerá necio u aficionado con mi diario pero en la última línea que escribí, me dispuse a dormir, apagué las velas, pero el calor me lo impedía. Así que me levanté para abrir la ventana y al abrirla, sentí y oí que andaba y hablaba gente en el jardín. Me puse a escuchar atentamente. Era conversación entre doncellas, pues la una hablaba del nuevo Eneas, que había llegado a sus regiones para dejarla escarnida. La otra la animaba a cantar, pues más valía vergüenza en cara que mancilla en corazón. Y en esto empecé a escuchar un arpa suavecísima que me dejo pasmado. En dicho instante se vinieron a mi memoria las infinitas aventuras semejantes a aquella. Me di cuenta que se trataba de una doncella de la Duquesa que estaba enamorada de mí. Escuché la canción y al terminar con gran suspiro me pregunté: ¿Qué tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella que me mire, que de mí no se enamore…! Que para la sin par Dulcinea del Toboso soy miel, y para vosotras acíbar. Para ser yo suyo, y no de otra, me arrojó la naturaleza al mundo. Cerré la ventana despechado y me acosté.

domingo, 12 de junio de 2011

La aventura por los aires.

En la noche, llegaron los caballeros con el caballo, advirtieron que la llegada sería hasta que Clavileño relinchara y que cerráramos los ojos pues la altura podía afectarnos. Acepté como lo había prometido, pero el cobarde era Sancho, pues no quería tomar su puesto de escudero en la aventura, hasta que el duque lo persuadió con la ínsula que permanecería hasta nuestro regreso. Tomamos nuestros puestos. Tenté la clavija, para iniciar la aventura. Subíamos con tal rapidez que ya alcanzábamos la región del fuego! Advertí s Sancho que no se le ocurriese descubrirse la cara, pues era eso petición del diablo!. Un estruendo hizo que cayéramos abruptamente, admirándonos pues estábamos en el mismo jardín del que habíamos partido. Encontramos un escrito en el que el sabio Merlín ponía fin a la aventura de Trifaldi, con el solo intento de tan temido caballero; desencantando a los esposos y quitando las barbas de las doncellas. También hablaba del desencantamiento de Dulcinea. A lo que gracias di. Todo el escuadrón de las Trifaldi ya había desaparecido con las barbas rapadas. Buscamos al duque, quien me felicito por gran proeza.
El gobierno de la ínsula de Sancho era verídico, tantos consejos le di como funciones desempeñaría como gobernador.