domingo, 6 de marzo de 2011

A la salida de la venta. El escuadrón del rebuzno.

Determiné de ver primero el río Ebro y todos aquellos contornos, antes de entrar a la ciudad de Zaragoza. Anduvimos dos días, el tercero oímos tambores, trompetas y arcabuces. Lo cuales provenían del escuadrón del rebuzno, quienes reconocí por las banderas y estandarte. Como mi arduo ejercicio me lo dicta, llamé a la razón entre aquellos que pensaban armar la guerra. Las cuatro cosas necesarias para tomar las armas; la primera: por defender la fe católica, la segunda: por defender su vida, la tercera: en defensa de su honra, de su familia y hacienda, la cuarta: en servicio de su rey y si se quisiera la quinta: en defensa de su patria. No por niñerías.

Todo marchaba con cautela y éxito cuando ha de ocurrir que se le metió a Sancho el demonio, para salir con unos de sus disparates de la infancia: rebuznando con tal fuerza que uno de los presentes arremetió contra Sancho, pensando que se estaba burlando de él, en su defensa actué, pero era inaudito atacar un ejército, sin tener fin alguno. Por lo cual salí con galopando gracias a Rocinante, y Sancho detrás no muy consiente que se diga pero vivo y montado en su rucio.

Valerosa y acertada sazón o regaño dije a Sancho! Pues tan en hora mala supo rebuznar, que casi lo matan. Continuamos por el camino, en estas razones y reclamos, hasta detenernos en una alameda para pasar la noche. Tanto reproche decía Sancho, con aquel dolor que él decía, que terminó diciendo que mejor sería que se devolviese a su casa. Tal enfado me daban tantas impertinencias, que no iba a impedir ni yo ni nadie, que Sancho regresara a su casa. Según Sancho llevábamos veinte años desde la primera salida a las ordenanzas de la caballería, todo para pedir más reales por su trabajo de escudero, cuando a ninguno existente se le ha dado más que el honor de serlo. ¡Oh malandrín! Asno es y asno ha de ser siempre! Disculpas recibí y acepté, advirtiendo que las promesas han de esperar.

Dormimos en la alameda y a la mañana siguiente seguimos nuestro camino buscando las riberas del famoso Ebro.

De los acontecimiento en la venta. Cap. XXV, XXVI

En la tarde, encontramos a un hombre que venia caminando, con armas a cargo. El hombre dijo que se iba a hospedar en una venta que cerca estaba, y ahí nos dirigimos. Encontramos después a un mozo que cantando seguidillas, iba, a la guerra en Cartagena. A servir al Rey. Como tengo dicho, es lo primero que se debe de tener en cuenta para empezar una guerra. Aconsejaba al paje, sobre la fama del buen soldado y lo que le puede llegar de repente: la muerte. Nos es bien que a los soldados viejos los hagan esclavos del hambre. Así le ofrecí que fuera a cenar con nosotros a la venta.

En la venta, pregunté por el de las armas. Escuchamos, el Primo, Sancho, el Paje y yo, la historia de un lugar que está a cuatro leguas y media de la venta, sucedió que a un regidor, por una muchacha criada de él, le faltó un asno. El regidor junto con otro compadre, igualmente regidor, fueron a buscar el jumento. Se le ocurrió entonces al segundo regidor, rebuznar por trecho y trecho hasta que el verdadero asno respondiere. Hasta llegar a la calamidad de engañarse mutuamente por lo idéntico que rebuznaban a un verdadero animal. Resolviendo que ahora, rebuznasen dos veces para no confundirse. Lo terminaron encontrando en el bosque comido de lobos. Contaron los dos esta historia a todo el pueblo. Y como el diablo no duerme, terminó por conocerse la historia en otras aldeas, haciendo que cada vez que gente de otros pueblos vieran a uno de la aldea, rebuznasen como dándoles en rostro con el rebuzno de los regidores. Ahora conocidos como el pueblo del rebuzno, forman escuadrones para enfrentar a los pueblos burladores.

En esto entró un hombre vestido de camuza, pidiendo posada en la venta. Pregunté sobre el maese Pedro, el retablo y otras cosas que dijo tal hombre. Resultó que era un titiritero acompañado de un mono que adivina y sabe las respuestas de todo lo que le preguntan. Pregunté al adivinador. Pero no respondió. Sancho preguntó por su esposa. Gran reverencia recibí del maese Pedro, el cual nose cómo ni porqué, dijo mis venturas y las de Teresa Panza. No me correspondía la idea de las adivinanzas de un mono, el tal maese Pedro de seguro, tenía pacto tácito o expreso con el demonio. El mono negó que todo lo que me había pasado en la cueva de Montesinos fuese real. Pero el tiempo y los hechos dirán la verdad.

En esto, el maese Pedro montaba sus cosas en el retablo, para hacer una función. De la cual no quiero ser muy minucioso por la vergüenza que pasé. Se trataba a grandes rasgos de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en España, en poder de los moros, ciudad de Sansueña, la que hoy se llama Zaragoza. Por las incoherencias que incluía la historia del maese Pedro, tenía yo que intervenir para corregir ciertas desigualdades con la realidad. En defensa de las leyes de la caballería andante tuve que atacar a los moros, despedazando las figuras del maese Pedro. En estas terminó la borrasca del retablo y todos cenamos.

A la mañana siguiente, se fue el que llevaba las armas y se despidieron el Primo y el Paje. Salimos de la venta y nos pusimos en camino.

De la aventura de la cueva de Montesinos, corazón de la Mancha

Elogios y regalos recibimos mi escudero y yo en el pueblo de Basilio. Comenté a Basilio los grandes honores y belleza que la mujer posee. Tres días estuvimos con los novios, donde fuimos servidos como reyes. Le pedí al Licenciado que me diera una guía para llegar a la cueva de Montesinos, pues gran deseo de ir allá tenía. Y conocer las maravillas que se decía en ella habían. El Licenciado me ofreció que un primo suyo, lector de libros de caballería, me llevase hasta la boca de la cueva. Camino a Montesinos, me contó el primo del Licenciado, que era de profesión: humanista y se dedicaba a componer libros y publicar libros. En estas pláticas de libros y disparates de Sancho, se nos pasó el día. A la noche nos albergamos en una aldea, a dos leguas de la cueva de Montesinos. Compré casi cien brazas de soga para atarme y descolgarme en las profundidades de la cueva. A la tarde siguiente, llegamos a la cueva. Me ataron, el Primo y Sancho, y con la realizada oración, empecé a descender. Sin imaginarme la clase de aventuras que me esperaban! Me sacaron. Quitándome de la más sabrosa y agradable vida y visita que ningún humano ha visto ni pasado. ¡Oh Desdichado de Montesinos! ¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana! ¡Desdichadas hijas de Ruidera! Todos parte de las aventuras que de mis entrañas salen para contarles! No sin antes sosegar el hambre que traía. Después de la cena conté a ambos las admirables cosas que había visto en la profunda cueva de Montesinos. Aunque sean todas historias que quedaran en mi mente para siempre, no por eso, voy a dejar de mencionar aunque sea la esencia mágica caballeresca.

Al descender en la cueva caí en un sueño profundísimo, despertándome en el más bello prado, jamás visto. En él me recibió de un palacio el verdadero Montesinos. En él vi al primo y amigo de Montesinos, Durandarte, el cual yacía en carne y hueso en un sepulcro de mármol debido al mago Merlín y su encatamento. También estaban encantados Belerma, la dama de Durandarte, su escudero, Guadiana y la buena Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, las cuales están convertidas en otras tantas lagunas, por llorar por la compasión que debió de tener Merlín de ellas. Guadiana fue convertido en un río de su mismo nombre, quién se sumerge en su misma tierra por pesar de dejar a Montesinos. Nada de eso sirvió para que Durandarte respondiera a las explicaciones de Montesinos, fuerte encantamento debe de tener el demonio de Merlín sobre el gran amigo de Montesinos.

Encantados han estado todos estos y más, por quinientos años.

No sin falta una parte no muy cuerda de la historia, pues Montesinos se atrevió a comparar a la señora Belerma con mi señora Dulcinea. Lo que no calzaba era el tiempo que Sancho y el Primo dijeron que yo había estado en la cueva, que era una hora, mientras que yo había estado tres días en aquel eterno encantamento. Cuando reconocí a mi señora Dulcinea del Toboso en aquellos campos, trate de hablarle pero no hizo caso mi dama y huyó. Mientras, Sancho reía como si fuera buena broma que estuviese contando. Una de las compañeras de mi señora Dulcinea, se acercó y pidió media docena de reales. Pero no llevaba sino cuatro reales conmigo. Se los di.

En esta parte de mi historia, seguía Sancho juzgando y jurando que mi juicio había sido encantado y dañado. Todo esto, caía en la razón de Sancho por la poca experiencia en las cosas del mundo. Solo contando serias e indiscutibles historias podrá mi escudero entender lo que le he dicho.