sábado, 29 de octubre de 2011

De la extraña aventura que en el castillo me sucedió.

Así fue Sancho a su ínsula. No puedo negar que su ausencia me entristecía, aunque no era esa la causa principal; sentía melancolía. No quería que las doncellas del palacio me siguieran atendiendo como si fuese rey o imposibilitado.  Nos dirigimos a cenar, como era voluntad de la duquesa. Y dirigiéndome a mi aposento, sin haber consentido la entrada de nadie, me encontré con una desgracia! Mis medias, las cuales creí que eran de seda verde y onza de plata, estaban destrozadas con docenas de puntos. Oh desagradecida pobreza que maldices al bien nacido que da pasos de honra! Me consolé con las botas que Sancho me había dejado y que pensaba ponerme el otro día. Y así me recosté pensativo y aquí estoy escribiendo de mi desgracia y de la falta que Sancho me hace.
Parecerá necio u aficionado con mi diario pero en la última línea que escribí, me dispuse a dormir, apagué las velas, pero el calor me lo impedía. Así que me levanté para abrir la ventana y al abrirla, sentí y oí que andaba y hablaba gente en el jardín. Me puse a escuchar atentamente. Era conversación entre doncellas, pues la una hablaba del nuevo Eneas, que había llegado a sus regiones para dejarla escarnida. La otra la animaba a cantar, pues más valía vergüenza en cara que mancilla en corazón. Y en esto empecé a escuchar un arpa suavecísima que me dejo pasmado. En dicho instante se vinieron a mi memoria las infinitas aventuras semejantes a aquella. Me di cuenta que se trataba de una doncella de la Duquesa que estaba enamorada de mí. Escuché la canción y al terminar con gran suspiro me pregunté: ¿Qué tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella que me mire, que de mí no se enamore…! Que para la sin par Dulcinea del Toboso soy miel, y para vosotras acíbar. Para ser yo suyo, y no de otra, me arrojó la naturaleza al mundo. Cerré la ventana despechado y me acosté.

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