Para seguir con aquella tragedia, las inquietudes no me dejaron dormir. En la mañana, me alisté y salí a la antesala, donde el Duque y la Duquesa estaban como esperándome. Y al pasar por la galería, Altisidora, la doncella enamorada, se desmayó ante mí. Arreglamos que fuera puesto un laúd en mi aposento para poderla consolar.
En esas estábamos, cuando de improviso: descolgaron un cordel de cien cencerros y cantidad de gatos. “¡Afuera, malignos encantadores!” gritaba aunque ya me preparaba para darle batalla al demonio gato que me atacaba, el duque lo echó. Tendido en mi lecho, agradeciendo a los Duques la merced, por tener la intención de socorrerme, sin que fuera necesario, claro esta. Ahí quedé por cinco días. Con estas y otras extrañísimas aventuras, que no quiero entrar en detalle. Por ejemplo con doña Rodríguez, su historia y los encantadores que pellizcaban. Así seguí mi estadía con los duques.
Llegó el tiempo en que quería comunicarme y aconsejar a Sancho. Para lo cual escribí una carta en la que le recordaba que por la autoridad del oficio era necesario ir contra la humildad del corazón; porque el buen adorno de la persona que esta puesta en graves cargos ha de ser conforme a lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condición inclina. Como también que se vistiera bien, tal y como su oficio lo requiere. Ser bien criado con todos y procurar la abundancia de los mantenimientos. Ser padre de las virtudes y padrastro de los vicios. Todo esto incluía la carta, además del aviso que yo pretendía dejar la vida ociosa en que estaba pues no nací para ella.
De igual forma, me llegó la respuesta del Gobernador de la ínsula Barataria.
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