
Costó levantar al bienaventurado escudero que dormía con tranquilo espíritu. Despierto empezó, sin atraso alguno, a reconocer olores que provenían del lugar de la pronta boda, con ideas de comida y descanso. Listos entramos por la enramada. Lo primero que se apreció a nuestra vista, fue una cantidad enorme de comida que estaba por prepararse o en el proceso. Más de cincuenta cocineros. Por una parte de la enramada entraban hasta doce hermosísimas yeguas con ricos y vistosos jaeces. Celebrando la hermosura de Quiteria, jamás se imaginaban la hermosura que pertenecía a mi dama, Dulcinea. El desfile de ocho ninfas con su respectivo nombre, el castillo de madera, el dios Cupido y carios más, todos vestidos por la riqueza que al rico Camacho pertenecía. Pregunte a una de las ninfas quien había compuesto la danza, a lo que me respondió que un beneficiado de aquel pueblo. Yo apostaba que debía de ser más amigo de Camacho que de Basilio.
En esto Sancho otra vez, con una de sus arengas, plegaba porque con mi muerte, éste Sancho estuviese mudo. Pero esta muy puesto en razón natural que primero llegue el día de mi muerte que el de la de Sancho.
Paré ya a mi escudero, pues no podía aguantar más. Sin duda acertaba en la idea de que Sancho podía tomar un púlpito en la mano e irse por el mundo predicando lindezas. No me quedaba claro cómo siendo el principio de la sabiduría el temor de Dios, Sancho, que le teme más a un lagarto que a El, sabe tanto.
Despertó mis alientos tal cantidad de comida que Sancho andaba y mientras estábamos en estas razones, se oyeron grandes voces y gran ruido. Causábanle las yeguas que con larga carrera iban a recibir a los novios. Me reía de las alabanzas de Sancho ante la que fuera la más hermosa mujer que había visto sino fuera por mi señora Dulcinea de Toboso. Arribó el mancebo Basilio, quién argumentó de muy buena forma la frágil razón del casamiento por puro interés de riquezas. Diciendo esto, asió del bastón y se arrojó sobre él. Acudimos a su ayuda y a pocas voces, el pobre desalentado logró pedir la mano de la esposa. El cura pidió a Basilio que se confesase, pero él se negó hasta que Quiteria le diese la mano: que aquel contento le daría voluntad para confesarse.
Ante tal petición, me pronuncié dando apoyo al pobre herido de alma y espíritu. Con ayuda de otras muchas razones. Quiteria le dio la mano de legítima esposa, Basilio respondió con su soñado “sí”. El cura les dio la bendición.
Para gran sorpresa de algunos y milagro para otros, al terminar tal acto de llorosos y sollozos gestos, se levantó Basilio sacando el estoque de su cuerpo y mostrando la gran “industria”, como él mismo se jactaba, que traía preparada para que todo aconteciese a su favor. Pero no solo de él, pues fue del saber de todos los presentes que aquel acontecimiento fue preparado por los ambos enamorados. Arremetieron todos en contra de Basilio en busca de venganza. Siendo llamado a mi labor, intentaba por todos los medios contener a todos los señores que se oponían a los agravios que el amor hacía. Explicándoles que el amor y la guerra son la misma cosa, que era la única y justa disposición de los cielos. Anteponiendo mi lanza, quedaron Camacho y los suyos, sosegados y tranquilos.
Retirándonos de las fiestas de Camacho, llegamos a la aldea de Basilio.
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