
Nos llamaba el humeante olor que despedían ciertos tasajos de cabra, hirviendo en el fuego de un caldero. Nos convidaron a la comida, seis cabreros que preparaban la cena. Unas bellotas de la cena me trajeron a mi memoria, la edad dorada, todo era paz, todo era concordia, todo era amistas. Pero en estos detestables siglos e tuvo que instituir la orden de caballería para auxiliar al que lo necesite, contaba yo, toda esta historia a los cabreros y lo principal es que yo pertenezco a esa orden. Cantó para nosotros un mozo, una hermosa melodía. Un amable cabrero me curo la herida en la oreja con hojas de romero. Los cabreros empezaron a hablar de un tal Grisóstomo, que había fallecido y una tal Marcela que parecía la homicida de amor por la que Grisóstomo había muerto. Me contaba Pedro, un cabrero, de lo que fue Grisóstomo: un astrólogo, compositor y padre, un hombre caritativo profundamente enamorado de la hermosísima Marcela, una pastora millonaria. El sufrimiento de la imposibilidad de casarse con su amada por los rechazos de ella, es la causa de su muerte, por lo que él mandó a enterrarse en el pie de la montaña, donde la vio por primera vez y tantas desdichadas cosas que le sucedieron en ese específico lugar. Mañana será el entierro del difunto pero mientras Sancho, Rocinante y éste caballero se durmieron en la choza de Pedro.
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