
Conversaba con mi amigo Sancho de mi nuestra gran profesión y de la gran satisfacción que debíamos sentir. Además de la pena que los dos teníamos, al soportar las batallas y seguir adelante. De pronto vimos una polvoreada conformada por toda una cuajada de un ejército innumerable. Después nos dimos cuenta que eran dos ejércitos que venían a embestirse en la mitad de la llanura. Supe que uno de los ejércitos lo conducía el emperador Alifanfarón, de la isla Trapobana, y el otro lo conducía el rey de los garamantas, Pentapolín del Arremangado Brazo. Nos subimos a una loma para observar mejor y desde allí empecé a describirle a Sancho algunos de los caballeros y sus armaduras, demostrando mi gran conocimiento. Sancho Panza empezó a sentir miedoo por la batalla pero yo, como caballero andante, sin miedo alguno, fui a decidir quien se llevaba la victoria, con mi lanza en el ristre y preparado para la gran aventura. El confundido Sancho empezó a delirar diciendo que eran carneros y ovejas pero mi instinto caballeresco no me engañaba. Sin más rodeos entré a la batalla y derribe a cuanto soldado se ponía en mi camino, pero cobardemente fui atacado por pedradas y caí malherido. Mi escudero acudió a mi ayuda, sentía algo no muy normal en mis dientes, pregunté a Sancho que había ocurrido con mi dentadura y Sancho vomito de la impresión. Cuando el hambre llegó nos dimos cuenta de que no teníamos las alforjas con la comida, entonces no pudimos satisfacer el apetito. Desventuradamente me contó Sancho del verdadero mal estado en que estaban mis muelas y el dolor en mis quijadas era algo insoportable.
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