domingo, 12 de junio de 2011

La aventura por los aires.

En la noche, llegaron los caballeros con el caballo, advirtieron que la llegada sería hasta que Clavileño relinchara y que cerráramos los ojos pues la altura podía afectarnos. Acepté como lo había prometido, pero el cobarde era Sancho, pues no quería tomar su puesto de escudero en la aventura, hasta que el duque lo persuadió con la ínsula que permanecería hasta nuestro regreso. Tomamos nuestros puestos. Tenté la clavija, para iniciar la aventura. Subíamos con tal rapidez que ya alcanzábamos la región del fuego! Advertí s Sancho que no se le ocurriese descubrirse la cara, pues era eso petición del diablo!. Un estruendo hizo que cayéramos abruptamente, admirándonos pues estábamos en el mismo jardín del que habíamos partido. Encontramos un escrito en el que el sabio Merlín ponía fin a la aventura de Trifaldi, con el solo intento de tan temido caballero; desencantando a los esposos y quitando las barbas de las doncellas. También hablaba del desencantamiento de Dulcinea. A lo que gracias di. Todo el escuadrón de las Trifaldi ya había desaparecido con las barbas rapadas. Buscamos al duque, quien me felicito por gran proeza.
El gobierno de la ínsula de Sancho era verídico, tantos consejos le di como funciones desempeñaría como gobernador.

La promesa.

Prometí a la adolorida y a las desdichadas doncellas remediar sus penas. Me dijo la condesa que la señal para saber si el caballero era el correcto, era que el encantador mandaría un caballo de madera, llamado Clavileño, el cual nos llevaría, a mi escudero y a mí, a la batalla con Malambruno. El reino de Candaya estaba por aire y por la línea recta a tres mil doscientas veinte siete leguas.

La historia de Trifaldi.

Entraron los tristes músicos, seguidos por doce dueñas, tras ellas la condesa Trifladi, de la mano de su escudero. Descifraron su nombre pues traía tres colas; tri-faldi. Nos presentamos, mi escudero y yo, ante la condesa y ella a nosotros. Más no han de faltar las estupidísimas frases de Sancho. Ignorando tal intervención, le ofrecí todos mis servicios y fuerzas para acabar con el dolor que la embargaba. Ya sentados, comenzó la condesa a contar su cuitísima historia. Se trataba de la venganza que el primo de la reina Maguncia de Candaya; el gigante Malambruno había cobrado por la reina pues, murió tras enterarse de la “desdicha” de que su hija, Antomasia, se había casado con un hombre de linaje bajo, como lo era don Clavijo. Lo que concertaba con la condesa Trifaldi, era que ella había criado a Antomasia y había sido de las dueñas más principales de la reina Maguncia, la condesa había ayudado a Antomasia para que consiguiera y siguiera su amor por Clavijo. A los esposos, el gigante que se apareció en un caballo de madera el mismo día del entierro de la reina, los encanto; a ella en gimia de bronce y a él en un espantoso cocodrilo de un metal desconocido, a la par de la lápida dejó un escrito que decía que no cobrarían vida los dos amantes hasta que el valeroso manchego diera batalla con él. Además hizo crecer barbas a todas las doncellas del palacio de Trifaldi.

Y terminando de esta manera, todas las doncellas que la acompañaban se desnudaron el rostro, mostrando las barbas que cubrían sus rostros. Trifaldi dando muestras de enojo y desdicha, se desmayó.

La condesa Trifaldi.

Fuimos a comer al jardín. Escuchamos una canción tristísima, vimos acercarse dos hombres tocando los instrumentos, uno de los cuales se hincó frente al duque, pero pudo hablar hasta que se pusiese de pie. Con una barba blanca jamás vista antes por mis ojos. Se presentó como el escudero de la condesa Trifaldi; Trifaldin. Preguntó por mi presencia en el castillo, pues la condesa estaba afuera esperándome para que le ayudase en dolorosa cuita que estaba involucrada. El duque asintió para la condesa Trifaldi o dueña adolorida, entrara. Hablaba Sancho con la señora Rodríguez, sobre temas de duquesa, condesa y dueñas.

La noticia para desencantar a Dulcinea

En el último carro venía una joven ninfa junto con una rozagante, con velo negro. Ceso la música. Se quitó el velo el acompañante de la ninfa, mostrando su rostro de muerte. Dijo que era Merlín, contó la historia; se compadeció del caso de la pobre Dulcinea convertido en labradora. Era menester que Sancho se diera tres mil azotes y trecientos en ambas posaderas. Sancho enfadado! respondió con ímpetu al encantador, pues ni él ni nadie, iban a tocarle para azotarle. El enfado lleno mi mente, de modo que amenacé a aquel malnacido encantador. La ninfa se quitó el velo, y revelo su belleza, hablándole a Sancho para persuadirlo, no era más ni menos que la mismísima Dulcinea! El duque intervino para decirle al escudero que si no aceptaba los azotes no iba a recibir la ínsula. Merlín dijo que se debía tomar una decisión ahí mismo, además de decir que el diablo era inútil bellaco pues él venía bajo órdenes del encantador Merlín y no, de Montesinos. Sancho acepto darse los azotes, con la condición de dárselos cuando él quisiese. Volvió a sonar la música. Le agradecí a mi escudero con todo ahínco.

Un día de montería.

Un día acompañamos a los hombres de montería, en aquella hazaña. Sancho y sus desdichas; quedo guindando mientras un jabalí venía hacia él. Pero el jabalí fue atrapado por los cazadores. Cuando cayó la noche, en medio del bosque, estaban puestas unas tiendas con todo preparado para la cena victoriosa del animal. Hablaba Sancho con aquella enredadera de refranes, que solo él entendí a cabalidad.

En un momento, caminando por el bosque, se veía como si ardiese todo el lugar y se escuchaba un escandalo y desordenado montón de instrumentos. Apareció un hombre; “el diablo”, diciendo que me buscaba para decirme como debía desencantar a Dulcinea, pues Montesinos lo mandaba y traía a mi dama. Ahí iba a esperar firme así mil tropas del infierno me atacaran. Se acercó a nosotros un carro, con un viejo venerable que dijo que era el sabio Lirgardeo. En otro carro venía otro viejo; dijo que era el sabio Alquife. En otro iba Arcalaus el encantador.

El enojo ante el inculto eclesiástico.

Respondí con la firmeza que mi enojo producía. De quién se debía esperar sabios consejos y no infames improperios! el clérigo este. No mostraba más eso que una ausencia de educación en las sendas de la caballería. Lo que explique al clérigo y a toda la mesa, demostraba el camino que había escogido, el argumento de los buenos valores y aplicación de justicia y no, de los bandidos sin vergüenza que se dedican a propagar los nulos valores. Preguntó el clérigo a Sancho sobre quién era, con la respuesta, el duque le concedió a Sancho una ínsula, con lo cual mandé al escudero a que agradeciera al duque como se debe. Se retiró el eclesiástico. La magnánima diferencia entre afrenta y agravio expliqué, para que quedara clara mi posición ante esa clase religiosa.

Al finalizar la cena, llegaron unas doncellas, para lavar mis barbas y mi cara entera. Seguro eran costumbres de aquella tierra. Así también lo hicieron con el duque.

La duquesa me pidió que le delinease y describiese la excelencia de la sin par Dulcinea. Hablé de la raza maldita que me persigue y me perseguirá; los encantadores. El caballero andante sin hojas es como el árbol sin hojas. Pero solo Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, yo la contemplo como conviene que sea; hermosa, amorosa, honesta, cortés y alta por linaje.

Terminando aquellas conversaciones, fui a la tomar siesta.

El implacable día.

Llegamos al castillo, grandioso como la caballería lo ordenaba. Pero mucho más grandioso fue el merecido trato que recibí, tal cual era contado en los libros de caballería. Como siempre, salió Sancho provocando un disgusto con una señora Rodríguez por su desgraciado rucio, pero todo se logró arreglar. Más tarde le advertí, que se amarrara la lengua, pues de él también dependía mi buena o mala fama. Cuando entramos a tan altísimo castillo, seis doncellas quitaron mi armadura y me brindaron una camisa para que me vistiera. Pasamos a la mesa servida exquisitamente, en la cual estaba presente el clérigo de el duque. Hicimos las ceremonias y corteses cometimientos que eran necesarios. El duque me ofreció la cabecera de la mesa. Pero ah!! de aquel mentecato que ni por más advertencia entendía la profundidad de las incongruencias de salían de su mentirosa boca; empezó Sancho a soltar una historia de un tal hidalgo, convidando a un pobre labrador. Era nuestra historia contada como cuentero que es. Me consumía en cólera y rabia.

Me preguntó la duquesa sobre Dulcinea. A lo cual respondí contando del encantamento en que esta encerrada mi doncella. En ese momento respondió el clérigo insultando y desmintiendo la “caterva” de mentiras que según él, yo decía.

Nuevas fortunas.

Ya me hacía falta alguien, especial por supuesto, alguien que representaba todo con lo que un honrado caballero como don Quijote de la Mancha pudiese soñar. Únicamente con su nombre se cantaba con presteza la belleza y dignidad que Dulcinea daba por verdad. Como si las horas fuesen segundos llegó la noche, encantada de tanta y tan perfecta lírica, ansiosa de estar presente en cada uno de los místicos sueños que las mentes de sus dueños relataban.

A la mañana siguiente, nos ha traído la fortuna tan respetuosos; duque y duquesa. Conocían mi historia tan bien como los libros de caballería lo contaban. Nos invitaron tan educados duques a su castillo, y sin poder rechazar tal oferta, los acompañamos.

El acontecimiento en el río Ebro.

Esplendoroso apareció con sus profundas y caudalosas aventuras llamando al héroe caballero; el río Ebro. En el camino visualizamos una barca cerca de la orilla, de la cual salía un llamado que solo los honorables caballeros podían escuchar, alguna grandísima persona estaba metida en grandísima cuita. Un caballero secuestrado, que necesitaba ayuda inmediata. Ah de salir Sancho con sus advertencias fuera de lugar, diciendo que era aquel, barco de pescadores, pero no me tragaba yo ese cuento y bajo la orden de caballería subí en el barco. Traía la aventura consigo gigantescas corrientes que arrastraban la barca, pero no pretendían engañar a mi agilísima mente, se notaba la indeseable intervención de algún hechicero maligno! En aquel peligrosísimo trajín, nos dirigíamos bajo el encantamento hacia una trampa mortal. De repente una fuerza extraña nos impulsó, inmovilizándonos, me di cuenta que eran los secuestradores del caballero. Claro! como infames que eran, empezaron a pedirme dinero a cambio de aquel hombre que tenían encerrado. Pretendía aceptar el trato mientras liberaran de inmediato el honorable caballero, pero no lo concedieron. En ese momento intervino Sancho tratando de sobornarlos, pero tampoco funcionó. No se debían estas razones más que aquel rescate le pertenecía a algún otro caballero andante.

Así que, continuamos nuestro camino hacia Zaragoza.