Llegamos al castillo, grandioso como la caballería lo ordenaba. Pero mucho más grandioso fue el merecido trato que recibí, tal cual era contado en los libros de caballería. Como siempre, salió Sancho provocando un disgusto con una señora Rodríguez por su desgraciado rucio, pero todo se logró arreglar. Más tarde le advertí, que se amarrara la lengua, pues de él también dependía mi buena o mala fama. Cuando entramos a tan altísimo castillo, seis doncellas quitaron mi armadura y me brindaron una camisa para que me vistiera. Pasamos a la mesa servida exquisitamente, en la cual estaba presente el clérigo de el duque. Hicimos las ceremonias y corteses cometimientos que eran necesarios. El duque me ofreció la cabecera de la mesa. Pero ah!! de aquel mentecato que ni por más advertencia entendía la profundidad de las incongruencias de salían de su mentirosa boca; empezó Sancho a soltar una historia de un tal hidalgo, convidando a un pobre labrador. Era nuestra historia contada como cuentero que es. Me consumía en cólera y rabia.
Me preguntó la duquesa sobre Dulcinea. A lo cual respondí contando del encantamento en que esta encerrada mi doncella. En ese momento respondió el clérigo insultando y desmintiendo la “caterva” de mentiras que según él, yo decía.
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